por Goergina Ríos
El pasado 17 de abril, Gustavo A. Madero, presidente del Partido Acción Nacional,
dio a conocer a medios de comunicación nacionales audios en los que varios
funcionarios de la Secretaría de Desarrollo Social del estado de Veracruz
hacían uso del programa Oportunidades para fines electorales y con ello
beneficiar al PRI en las elecciones que se llevarían a cabo en ese estado.
Sin embargo, el problema fue que más
allá de sancionar una práctica de corrupción rampante y exigir la renuncia de los funcionarios involucrados, el presidente Peña Nieto dio un
espaldarazo a Rosario Robles, la titular de la dependencia a nivel federal,
desencadenando todo tipo de descalificaciones de los partidos de oposición.
Desafortunadamente, ejemplos como
éstos abundan a lo largo y ancho de territorio nacional sin que realmente se
les castigue y con ello se impida que sigan sucediendo. Por ello es que en
todos los ámbitos de la cotidianeidad mexicana es lugar común afirmar que la
corrupción es uno de los grandes flagelos que mantienen a México estancado en
el subdesarrollo. Y pese a que son de conocimiento general los efectos nocivos
que trae consigo, una enraizada tolerancia a procesos y resultados mediocres,
aunada a una evidente indolencia de la clase política a la presión social para
disminuirla, han mitigado las posibilidades de atajarla con efectividad.
Esto no es efecto de una falta de
urgencia compartida, es resultado de un diagnóstico equivocado del fenómeno y
de un consecuente mal tratamiento que ha llevado a sociedad y Estado a
entenderla desde el aislamiento de su espacio. Así, el
peso del contexto ha prevalecido sobre el endeble esfuerzo para coordinar una
estrategia común entre ambas partes que pueda trascender la inercia de la
retórica.
De esta manera, entendiendo este
fenómeno como uno de tipo multisectorial con varios orígenes y vertientes,
resulta evidente que su combate debe darse desde distintos frentes. Uno de
ellos, el de la sociedad civil, es de particular importancia en el marco de un
país que comenzó tardíamente su proceso de democratización y viene arrastrando
años de prácticas gubernamentales negligentes y poco transparentes.
La sociedad civil, como ese tercer sector que, según Norberto
Bobbio, se desarrolla fuera de las relaciones de poder y desde ese ámbito de
acción busca construir ciudadanía,
debe aspirar a crear un verdadero cambio con base en una visión integral para
atacar la corrupción y generar cambios concretos en el marco institucional para que éstos eventualmente arraiguen en la comunidad la cultura de la
legalidad.
Siguiendo
esta línea de argumentación, una de las promesas que, con ciertas reservas,
generó adeptos a Enrique Peña Nieto durante su campaña
presidencial fue la de la creación de un órgano anticorrupción que se encargue
de corregir las prácticas gubernamentales viciadas y, de ser necesario,
castigue o sancione a quien incurra en ellas o las fomente.
De entrada,
la creación del órgano anticorrupción ha supuesto el reacomodo de la
administración federal desapareciendo la Secretaría de la Función Pública
(surgida durante la administración de Vicente Fox y siendo su estandarte
anticorrupción), y un acalorado debate sobre la autonomía del Instituto Federal
de Acceso a la Información. Sin embargo, su creación parece inminente aún
cuando hay serias dudas sobre sus funciones y límites de acción.
En este
sentido, distintas organizaciones de la sociedad civil, entre ellas
Transparencia Mexicana, el capítulo nacional de Transparencia Internacional,
han hecho señalamientos que vale la pena considerar por su valor crítico y
analítico. Y aunque va más allá del alcance de este artículo analizar a
profundidad las mismas, me centraré en las que considero más importantes por su
relevancia.
En primer
lugar, es necesario tener claramente definido cuál será el mandato del nuevo
órgano. Es decir, es evidente que el objetivo principal será reducir la
corrupción lo más posible, pero necesita estar bien establecido en los
estatutos que regirán su actuar cómo es que se hará, desde promover mayor
control dentro de la administración pública hasta el establecimiento de las
sanciones a las que se harán acreedores quienes incurran en prácticas
corruptas.
En segundo
lugar está el diseño del organismo para su óptimo funcionamiento así como el
proceso de selección de quienes se encargarán de dirigirlo. En este punto, los
partidos políticos difieren, aunque no sustancialmente, sobre la cantidad de
miembros que debe tener el órgano y su duración en el cargo, y el único punto
de acuerdo es que sería ideal que todos sean abogados.
Tercero, y
quizá el punto más importante, es el que se refiere a los mecanismos de control
al interior del propio organismo. Resulta predecible que es el que más
discusión ha generado y más desacuerdo ha despertado entre quienes discuten la
trascendencia del órgano anticorrupción, pero en el caso específico de
Transparencia Mexicana, más allá de alcanzar una óptima rendición de cuentas,
es imprescindible que quienes integren el órgano puedan ser sujetos a juicio
político por su mala administración y con ello mandar un mensaje de no
impunidad y apego irrestricto a la ley.
Finalmente,
está el establecimiento de parámetros de medición efectivos que permitan saber
qué tan eficaz está siendo el órgano en el cumplimiento de su deber. Sin
embargo, al momento parece no haber
mecanismos explícitos ni herramientas efectivas que puedan proporcionar
resultados al respecto.
Así, la participación de la sociedad civil en
el combate a la corrupción en México es de vital importancia para el
fortalecimiento del marco democrático e institucional del país, al tiempo que
aviva la participación ciudadana en la vida nacional y promueve medidas
efectivas para que su trabajo salga de la invisibilidad, haya una apertura
gradual de espacios y un auténtico cambio de conciencia colectiva.
Excelente artículo. Esperamos el siguiente. Saludos,
ResponderEliminarARTURO